Caja de arena (Sandtray)
Después de haber podido disfrutar este fin de semana de la formación en la técnica de traumaterapia «caja de arena», impartida por el gran José Luis Gonzalo Marrodán, quiero compartir con el mundo mi caja de arena, realizada durante el segundo día de formación intensiva.
Diana, una compañera del curso valenciana con la que coincidí en Vitoria-Gasteiz, en el centro donde se imparte la formación (Grafo’s Gestalt), y además, antigua compi del EEIIA, se ofreció a hacer de mi terapeuta en mi caja de arena. Me dio la consigna muy amablemente después de dejarme tocar la arena: «deja que las figuras te elijan a ti y construye tu mundo en este espacio seguro, tómate tu tiempo, yo te voy a acompañar en el proceso y estaré a ti para lo que necesites». Me dio una cesta de mimbre para meter las miniaturas de la exposición que me fueran eligiendo a mí y noté que me temblaban las manos. Al comenzar a mirar las miniaturas de izquierda a derecha, percibí la activación emocional que me iba invadiendo. Las lágrimas luchaban por salir, pero las contenía. Las manos temblorosas iban solas y cogían las miniaturas. Era como si no fuese necesario enviar la orden al cerebro para cogerlas. Cuando terminé de llenar la cesta con lo necesario, Diana y yo volvimos a la caja de arena.
Con cuidado, me invitó a sentarme donde estuviese cómoda y preferí empezar la caja vista de frente, en horizontal. Coloqué la cesta en el suelo con todas las miniaturas y realicé unas respiraciones profundas, como cogiendo aire. Aplané la arena con cariño y cuidado, preparando el terreno para mi construcción. En completo silencio y bajo la mirada respetuosa de todas mis compañeras, de Yolanda y de Diana, comencé a colocar todas las miniaturas.
Ha sido la experiencia terapéutica más vívida, sensorial, auténtica y potente que he experimentado.
Al terminar, José Luis entró en la sala y me ayudó a ponerle un título: «Transformación y resiliencia», y me pidió que le hiciera un resumen de mi caja. Esta mañana hice el resumen a trompicones, tal y como se cuentan las cosas que emocionalmente nos calan hondo. Pero ahora me apetece escribir el cuento de mi caja de arena. Tranquila y reposada desde el ordenador y convertirlo en un artículo del blog.
«Érase una vez una niña que estaba sola, en su cuna. Había monstruos y reptiles que la visitaban cada noche, pero nadie lo sabía. La niña lloraba porque era muy pequeña, pero los monstruos seguían ahí, no se iban. Le hacían daño y nadie la protegía. Así pasó toda su infancia.
Pero esa niña era muy valiente. Tenía unas bolitas de cristal preciosas que le daban el superpoder de construir un mundo imaginario en su interior donde todo era maravilloso. Estudiaba mucho, leía novelas, tocaba el piano, cantaba, pintaba, escribía y un poco más de mayor, vivía en verano en el extranjero para aprender idiomas. Cuando hacía lo que le gustaba, estaba a salvo. Le encantaba disfrazarse y ganaba muchos premios: de literatura, de pintura y de actriz. Siempre sonreía y todo lo que había a su alrededor era bonito. Pero por la noche, los monstruos seguían ahí. Y se sentía confundida, porque por la mañana, los monstruos parecían menos feos y le decían a la niña que la querían. Ella sentía rabia, asco, miedo y pensaba que tenía la culpa de todo. También le daba mucha vergüenza contar lo que le pasaba. Porque nadie la podría ayudar. Los monstruos eran a la vez malos y buenos. La cuidaban a veces, y otras, le hacían mucho daño.
Esa niña se fue haciendo mayor, y escuchaba a Dover cuando tenía 16 años a todo volumen, componía canciones y escribía poemas. Se volvió rebelde y en cuanto pudo, voló lejos. La niña-mujer dedicó su vida a ayudar a los demás, aunque siempre continuó estudiando, porque le ayudaba a conocerse, le daba paz y se sentía a salvo con sus libros. Ahí los monstruos no podrían volver. Ella misma fue mamá y fue muy valiente, porque aunque a ella no la supieron maternar, ella se convirtió en una mamá presente que cuidaba a sus pequeñas.
En ocasiones, los monstruos volvían a intentar capturarla de nuevo, y a veces, lo conseguían. Y se la llevaban, a ella y a sus hijas.
Hasta que un buen día, la niña-mujer se transformó. Con la ayuda de unas mariposas mágicas, vio su luz interior por primera vez, después de caer a un pozo muy, muy profundo. Después de aquello, se convirtió en una reina fuerte y poderosa con una gran capa que protegía a todos los que estaban a su alrededor. Y creó un mundo precioso, real. Con mucha vida, árboles, flores, rocas, y agua. Construyó una casa preciosa y una clínica donde poder ayudar a todos los niños del mundo a combatir a sus monstruos mientras jugaban. Pero a ese reino mágico, había que acceder por un puente, custodiado por un pastor alemán fiel, valiente y gran protector que cuidaba a la reina y a sus princesas. Con él en el puente, nada podría pasarles de nuevo. Porque ahí, en el reino mágico de las mariposas, los monstruos ya no se atreverían a volver. Y nunca más volvieron a hacerles daño.»
Al acabar, las lágrimas rodaban por mis mejillas. No puedo describir con exactitud qué ha tocado en mí esta técnica. Pero, sin duda, muchas emociones reprimidas y hasta hoy, ocultas. Ha sido maravilloso cómo mi pasado, presente y futuro se han conjugado de manera tan perfecta dentro de una caja, mi caja de arena, que no olvidaré nunca.
Un millón de gracias a todos y todas los que habéis hecho esto posible: a Diana, a Yolanda, a José Luis, a Paula Marín (verla entrar por la puerta con lo que admiro ha sido maravilloso), y a todas las demás compañeras con las que he compartido este fin de semana transformador y mágico.